Leer, escribir y compartir poesía puede ayudar a las personas a afrontar la soledad o el aislamiento y reducir los sentimientos de ansiedad y depresión, según muestra un nuevo estudio.
Una investigación realizada por la Universidad de Plymouth y la Universidad de Nottingham Trent, encontró que muchas personas que comenzaron a compartir, discutir y escribir poesía como medio para enfrentar la pandemia de COVID-19 experimentaron un “impacto positivo demostrable en su bienestar”.
Los hallazgos se basan en una encuesta a 400 personas que mostró que la poesía ayudó a quienes experimentan síntomas comunes de salud mental, así como a quienes sufren un duelo.
Se llevó a cabo con usuarios registrados del sitio web poetryandcovid.com (ahora archivado como poetryandcovidarchive.com), que utilizaban el sitio web para compartir su propia poesía y/o leer la de otras personas.
Poco más de la mitad (51%) de los encuestados indicaron que leer y/o escribir poesía les había ayudado a lidiar con los sentimientos de soledad o aislamiento, mientras quea otro 50% les había ayudado con los sentimientos de ansiedad y depresión.
Alrededor de un tercio (34 %) consideró que interactuar con el sitio web les ayudó a sentirse “menos ansiosos”, el 24 % consideró que les ayudó a “sentirse más capaces de manejar mis problemas”, el 17 % expresó que les permitió lidiar con cuestiones vinculadas con el duelo, mientras que el 16% dijo que los ayudó con los síntomas de salud mental persistentes.
"Estos resultados demuestran el poder sustancial de la poesía", dijo el investigador principal Anthony Caleshu, profesor de poesía y escritura creativa en la Universidad de Plymouth. “Escribir y leer poesía, además de interactuar con el sitio web, tuvo un impacto positivo considerable en el bienestar de los participantes durante la pandemia de COVID-19.
“Además de apoyar su salud y bienestar, el sitio web informó sobre la recuperación social y cultural y ofreció una comprensión de cómo se estaba utilizando la poesía como forma de discurso durante la pandemia. Ahora proporciona un archivo histórico de cómo personas de todo el mundo utilizaron la poesía en inglés para afrontar la crisis”.
Más de 100.000 personas de 128 países visitaron el sitio, que incluía más de 1.000 poemas de más de 600 autores, la mayoría enviados por los propios escritores.
Un participante en el estudio escribió: “La poesía ha sido un salvavidas durante toda la pandemia, tanto para leerla como para escribirla”.
Otro escribió: “Estoy buscando enviar algo de poesía relacionada con el reciente fallecimiento de mi padre, el que se debió a COVID-19. Quiero capturar algunas de las emociones contradictorias que he estado sintiendo desde que se informó de la noticia de (varias) vacunas prometedoras tan cerca de su muerte. Espero que la pieza conecte con otras personas que han perdido a sus seres queridos, pero también brinde esperanza a quienes están aislados y esperando que sus seres queridos regresen a casa. Esta es mi primera pieza de poesía”.
El coinvestigador Dr. Rory Waterman, profesor asociado de literatura moderna y contemporánea en la Universidad de Nottingham Trent, dijo: "Es probable que vincular la poesía a una plataforma de construcción comunitaria, en este caso el sitio web, haya tenido un efecto particularmente positivo en la relación entre poesía y bienestar, porque es una forma de acercar a las personas, cuando el hielo ya se ha roto.
“También es probable que otras formas de escritura creativa y expresiva (tratar de encontrar las palabras adecuadas para una experiencia o circunstancia y luego compartirlas recíprocamente) puedan afectar positivamente la salud de las personas de manera similar. Es probable que las artes más amplias, incluidas las artes visuales y escénicas, tengan un potencial comparable.
"Este estudio muestra que la creatividad, junto con la oportunidad de una explicación y discusión segura y de apoyo, puede ayudar a las personas a soportar tiempos y circunstancias difíciles al brindarles salidas a través de las cuales pueden trabajar para darle sentido a la experiencia".
Artículo publicado originalmente en https://www.eurekalert.org/
Poetry can help people cope with loneliness or isolation
10 de abril de 2023
Por Felpe Foncea
Convulsa mezcla de lo órfico y lo inconsciente que se afirma (sin muchas ganas) en los postulados surrealistas sin prescindir del dadaísmo. Un territorio donde la afición por los mitos, los dioses y la muerte son activos espectadores del espectáculo en el que el ser y el tiempo se baten a duelo en la noche más oscura, batalla narrada a través de imágenes que se relacionan entre sí por hilos rotos, azares que no pactan con las leyes de la causa y del efecto.
Es lo que los críticos han llamado poesía metafísica; impreciso lugar donde el lenguaje se separa de la forma para intentar lidiar con verdades que nada tienen que ver con los edificios de la estética, y donde lo críptico, a veces sin clave, intenta explicar lo que el lenguaje clásico mira desde lejos, y lo hace armado de figuras y fondos que algunos afortunados lectores logran usar como reemplazo de sus dudas y así poder decir, por ejemplo: “Sí, eran caballos celestes recorriendo mis venas, y no otra cosa, lo que en aquel momento sentí”.
Muchos ya han hecho referencia a la naturaleza de la poesía metafísica, han divagado en torno al origen de sus símbolos, a la forma de sus talismanes, a la profundidad de sus vicios y a lo oscuro de su sospechoso objetivo. Pero poco se ha dicho acerca de su capacidad para pactar con el vacío de quienes la descubren (ya sea encontrando llaves o consuelos). Poco se ha dicho también de su incomprendida habilidad para ponerse en el lugar de las respuestas que callan en medio del bullicio. Poco se ha dicho, en definitiva, de su capacidad para dar forma a lo sin forma, de reflejar lo indescifrable por medio de nebulosos versos que, sin embargo, podemos ver y tocar y oler.
Y si de imágenes que avanzan hacia lo desconocido se trata, si hablamos del coraje que significa tomar lo informe, moldearlo insospechada y secretamente para luego avanzar con ello directamente hacia los límites del edificio/mundo y, una vez allí, seguir obstinadamente caminando, pues entonces tenemos que hablar de Rosamel del Valle.
Y cuando digo esto inmediatamente me doy cuenta de la inutilidad de la empresa. Sí, nació en Curacaví en noviembre de 1901, sí, fue hijo de padres campesinos, sí, trabajó como obrero en distintas imprenta. Sí, es importante conocer las historias detrás de los grandes hombres, su vida, las guerras que modificaron su mundo, y es que la obra de cualquier artista es el reflejo de esa historia y, como tal, no es irrelevante adentrarse en ella a la hora de las presentaciones, pensando quizás en aprehender las imperfecciones del espejo, los matices, las luces y sus sombras.
Sin embargo, en contadísimas excepciones, el mundo que todos compartimos no importa, o al menos no importa más que uno de los trazos del pintor, que una de las líneas del poeta –puentes entre lo sensato y lo profundo- y es en ese selecto grupo donde aparece, enorme, Rosamel del Valle, dejándonos muy claro que, en su caso, el reflejo que constituye su obra no repite sus pasos sobre el mundo de los hombres, sino su andar por aquel lejano lugar plagado de ángeles y animales estelares que habitan la noche / pero que también son la noche /.
¿Para qué entonces hablar de su vida entre los hombres, si todo lo que de ella podamos saber no es lo que sus poemas reflejan? Puestos en ese empeño absurdo, bien podríamos hablar de sus sueños, de sus imposibles noches de insomnio, de sus hondos silencios.
Así, nos encontramos frente a una obra-espejo de una historia inasible, dejemos entonces de lado la historia y sumerjámonos en el eco que ha llegado hasta nosotros, pero eso sí, hagámoslo con cuidado, no vaya a ser cosa que en el intento olvidemos prescindir de toda precaución, no vayamos a permitir que algún prejuicio, algún temor nos impida acompañar a sus palabras en su camino hacia las fronteras de la poesía, esas que se levantan ya pasadas las fronteras del lenguaje y donde, si se mira con cuidado, es posible ver la figura de un anciano custodiando una alta puerta.
Entremos.
El sol es un pájaro cautivo en un reloj
Rosamel del Valle, 1963. Fragmento.
“No, no todas las cosas tienen ojos”, decía la joven, tratando de quitarse las hormigas de encima. El sol se había detenido sobre el árbol. El árbol se cambiaba de traje y era evidente su intención de salir del bosque para contar el milagro. El milagro no lograba desprenderse de la aureola llena de telarañas brillantes que no era otra cosa que la propia cabeza de Absalón. “No, no, cuando algo brilla es el corazón perdido a causa de las inclinaciones irremediables”, decía la joven, tratando de retener a las hormigas para cubrirse la desnudez. El sol había descendido del árbol. Y entonces, como en las historias, apareció el leñador formidable. El hacha le brillaba como un ojo en el hombro. El león, sí, el león, para que todo tuviese alguna semejanza con las parábolas. Bien, decía yo que el sol había descendido del árbol y me veo obligado a agregar que cuando se sonríe en sueños es porque alguna mano flota entre la lengua del mar o que cuando se hace tan difícil caminar sobre los dientes de las escaleras solas es porque la noche triunfa definitivamente sobre los deseos sorprendidos. La verdad, nada se arregla con eso. Y sigue el afán de la joven semidesnuda atrapada súbitamente por esa luz que sólo ella conoce, pero que ahora le parece un dedo acusador. Pero ese no es mi asunto. Lo que debo decir es que con la luz nacida de los cabellos de Absalón o del dedo acusador, el mundo no es lo que a veces parece que es, sobre todo cuando hay alguien en lucha por no dejarse descubrir, justamente como es el caso de esta joven llamada Agonina, tan desesperada, tan parecida al pez tratando de librarse de la red mientras el sol hace el amor una vez más a la tierra -una idea- o mientras el leñador formidable empieza a sentir deseos de gloria y se prepara a derribar el árbol de nuevo con el sol entre las ramas, con Absalón renegando de su aureola, con el árbol mismo buscando a quién contarle el milagro, con el bosque mostrando el vientre abierto de par en par a causa de lo que le sucede, sin desearlo y con la joven Agonina tratando en vano de cubrir su desnudez con las hormigas, y ya casi resuelta del todo a saber de veras lo que sería el amor si en vez del árbol, del sol, de Absalón, del leñador, del milagro, de las hormigas, por ejemplo, apareciera de repente el bello monstruo que le enciende los sueños con una mano más larga que el invierno y que tanta semejanza guarda con el fuego que la despierta en la alta noche. La alta noche que nunca se deshace del todo y que por pura casualidad también se llama Agonina.”
Por Felipe Foncea
En el amanecer del siglo XX, cuando en el horizonte aún podía verse la penumbra del XIX, la poesía iberoamericana comenzaba una etapa de esplendor que aseguraba grandes cosas.
Sustentando esta promesa surgieron nombres propios que llegaron a pesar más que sus poemas. Algo natural si se piensa que se trataba de un momento fundacional, y aquellos con alma de fundadores suelen arrastrar personas y crear corrientes que pretenden “cambiar el mundo”. Quienes lo consiguieron, terminaron engalanando plazas y bautizando calles en pueblos y ciudades que jamás pisaron.
Y así surgió César Vallejo, Vicente Huidobro, Oliverio Girondo, Oswald de Andrade y Mário de Andrade. Y claro, también el gran Federico García Lorca que explotó el simbolismo de tal forma que los anteriores, aunque hubieran nacido después, lo adoptaron como su padre o su tío o su hermano mayor, elevándolo a un trono rimbaudiano del que no lo sacó ni la misma muerte.
Luego se sumarían dos jóvenes aficionados a la poesía; uno de apellido Borges, que resultaría ser mejor cuentista que poeta y, casi en el último lugar de la fila, cuando las inscripciones ya se cerraban, alcanzó a colarse un tal Neftalí.
Y así, junto a muchos otros cuyos nombren no alcanzan a entrar en estas breves líneas, se dio forma a lo que hoy se conoce como vanguardismo y, en su seno, a tantos otros ismos que resulta tedioso enumerar (creacionismo, nadaísmo, estridentismo, ultraísmo, futurismo, posmodernismo, etc,) y que compartían la necesidad de acallar al agonizante modernismo y, con él, al pobre Rubén Darío que nada tenía que ver con la contienda, pero que también era un símbolo, esta vez de aquello que había que dejar atrás.
Entonces, sin que nadie lo viera venir, en 1914, en el seno de una familiar que prometía grandes cosas pero que tenía muy pocas, nacería Nicanor Parra.
Parra no tardó en notar el vínculo de los ismos con la vanidad. Descreyó del afán creacionista de los pequeños dioses que intentaban inventar el mundo, un mundo que él conoció joven y que describió sin varas mágicas ni pócimas de ninguna especie. Para Parra el mundo estaba hecho y era suficientemente hermoso o terrible como para adornarlo innecesariamente con “damas recortadas en el horizonte”.
Desde luego no siempre fue así; en su juventud pecó de metáforas sobre-compuestas y adjetivos innecesarios, respetando, además, las reglas de la métrica, pero al poco andar ya fue posible percibir aquel tono contestatario más cercano a versos de cuecas o de payas que ha profundos poemas metafísicos.
Déjeme pasar, señora
que voy a comerme un ángel,
con una rama de bronce
Yo lo mataré en la calle
No se asuste usted, señora,
que yo no he matado a nadie
En sus colchones de lienzo
dormirán los sacristanes,
las puertas de la iglesia
estarán todas con llave
Deme un membrillo, señora,
Que voy a morirme de hambre
Fragmento de “El Matador” en Cancionero Sin Nombre, 1937.
Tal vez gracias a quienes le rodeaban, Parra nunca sintió la necesidad de ser quien no era, al tiempo que miraba con socarrona incredulidad los intentos de los poetas burgueses por transformar o complejizar un arte que aún no había dicho lo que tenía que decir en su forma más pura y terrenal.
Rodeado de poesía campesina en forma de cantos y de la pobreza rural del sur de Chile, Parra asimiló una forma de ver el mundo alejada de toda idealización. Las cosas se decían directamente, usando el lenguaje de este mundo y los apoyos retóricos no se buscaban en los antiguos poetas latinos, sino en el gato del vecino.
Parra fue el único de sus afamados hermanos en recibir educación superior formal, ingresando a estudiar pedagogía en matemáticas y física. Poco antes, mientras cursaba el último año de educación secundaria en el Internado Nacional Barros Arana, había conocido Juan Gómez Milla y a Carlos Pedraza, con quienes fundaría la Revista Nueva, en donde vertió sus primeros poemas, prosas libres que le valieron más de una amonestación de la dirección del Instituto Pedagógico, desde donde egresa como profesor el año 1937.
Luego accedería a estudios de posgrado en Estados Unidos, útiles para perseguir una carrera académica en la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Chile, especialización que enriquecería incluso con un curso de cosmología en Oxford. Mientras tanto, su carrera poética seguía en paralelo, siendo parte de grupos experimentales como el denominado Quebrantahuesos, que formaría con Enrique Lihn y Alejandro Jodorowsky.
Quizás este acercamiento a la academia científica lo protegió de los influjos de la vanguardia –que cada vez tenía menos de vanguardista– de la misma forma en que antes lo hicieran los pequeños pueblos y también su madre, cantora popular.
Parra no necesitó nunca codearse con los grandes estudiosos de la lírica para conseguir un espacio en alguna antología encabezada por Vallejo o Huidobro. Tampoco necesitó de los viejos poetas para buscar, entre ellos, un padre adoptivo que lo presentase en sociedad. Parra era un profesor universitario que escribía como se le daba la gana escribir, y así se podría haber definido su carrera si no es porque en 1954 publica el libro que lo cambiaría todo: Poemas y Antipoemas.
Yo me haré millonario una noche
Gracias a un truco que me permitirá fijar las imágenes
En un espejo cóncavo. O convexo.
Me parece que el éxito será completo
Cuando logre inventar un ataúd de doble fondo
Que permita al cadáver asomarse a otro mundo.
Ya me he quemado bastante las pestañas
En esta absurda carrera de caballos
En que los jinetes son arrojados de sus cabalgaduras
Y van a caer entre los espectadores.
Justo es, entonces, que trate de crear algo
Que me permita vivir holgadamente
O que por lo menos me permita morir.
Estoy seguro de que mis piernas tiemblan,
Sueño que se me caen los dientes
Y que llego tarde a unos funerales.
Madrigal en Poemas y Antipoemas, 1954.
Este libro, que funda el concepto de antipoesía, abre de par en par una puerta que hasta ese momento apenas dejaba entrar un poco de luz. Se trata de una poesía que relata eventos o experiencias y donde el genio no radica en la construcción de metáforas sino en la idea madre que da pie a la prosa, así como en la elección de aquella palabra, profana o no, que viene a romper un determinado ritmo para instalar una lápida o clavar la tapa de un ataúd. Es, de alguna forma, el ejemplo y confirmación de que la poesía es resistente a la ausencia de intrincadas imágenes de la misma forma en que antaño supimos que era capaz de resistir la ausencia de rimas. Decir lo que se quiere decir, con palabras simples, en el momento apropiado, sin nada que sobre, sin nada que falte.
Desde luego esto representa un riesgo; al abrir la puerta a las cosas de este mundo, se cuelan, querámoslo o no, elementos banales que secuestran a la estética acusándola de traidora. Asimismo, surge el problema de creer que toda verdad es sencilla y puede transmitirse sencillamente, por lo que se tenderá a usar el recurso de la ausencia de complejidad para hablar de los perros huérfanos o de problemas existenciales, y aunque en ocasiones pueda llevarse a cabo tal empresa, ciertos dolores, ciertas ideas, no son, en todos los casos, equivalentes a un ojo de vaca o a un ataúd.
Otro inconveniente ya no es culpa de Parra. Es el que dice relación con el lector entrenado en otras líricas, en otras estéticas, quien no aceptará que un verso termine sin ritmo o que se diga hoyo en lugar de profundo vacío.
Con todo, Parra insiste e insistirá en contar las cosas como las vive y en explicar lo que haya que explicar con ingeniosas frases que se confunden con dichos populares. Cometerá errores, es cierto, pero en su camino golpeará la puerta de otros para decirles que se atrevan, que digan los que sus ojos ven, que cuenten esa historia sin artimañas de ninguna especie, sin joyas ni bastones arrancados de las manos de los clásicos.
Ahora paseas solitario por los muelles
de Barcelona.
Fumas un cigarrillo negro y por
un momento crees que sería bueno
que lloviese.
Dinero no te conceden los dioses
mas sí caprichos extraños
Mira hacia arriba:
está lloviendo
Roberto Bolaño de La Universidad Desconocida
Este llamado resulta especialmente valioso para los jóvenes poetas. Ávidos en usar los artilugios del lenguaje, impacientes por hablar de dolores que en realidad nunca sintieron, caen demasiado fácilmente en el uso de imágenes y metáforas innecesarias. La excesiva adjetivización de cada sustantivo y cada verbo, las referencias inútiles. Joven poeta: habla de los que sabes, parece decir Parra, y habla con claridad que es otra de las formas de la valentía.
En cuanto a la crítica, se mantuvo, se mantiene y se mantendrá dividida, pero el peso de intelectuales como Harold Bloom y Niall Binns, sumado a la irrestricta defensa de influyentes escritores y poetas contemporáneos, terminan por inclinar la balanza en favor de la antipoesía, sino como una propuesta estéticamente valiosa, sí como un hito que quedaría marcado para siempre en la historia de la poesía occidental.
Uno de los golpes definitivos a la resistencia anti-antipoética vino del lugar más impensado; de un sacerdote que, cosa curiosa, es también uno de los más grandes críticos literarios de nuestra lengua.
Hablamos de José Miguel Ibáñez Langlois, quien publica Para Leer a Parra, allí, el lector de los poetas del Siglo de Oro español, el estudioso de la obra de sor Juana Inés de la Cruz, el conocedor de Ovidio y de otros que, como él, fundaron nuestra historia poética, se toma un momento para decirnos que “Para Leer a Parra” hay que leer a Parra y comprender de que el pacto de la poesía con la lírica y la métrica, con el ritmo y los mil adornos de la estética es casual y está desprovisto de sellos que valga la pena respetar.
La poesía es otra cosa, y sobrevive en los versos de Parra, y, entre esos versos, no se encuentra de forma más pura y luminosa que en El Hombre Imaginario, poema capaz de salvar, por sí solo, al peor de los poetas y, desde luego, también a Parra. Un poema que se eleva, de acuerdo a Ibáñez Langlois, al Olimpo donde habitan los versos inmortales de nuestra lengua y que alcanza (y sobra) para que todo el resto de la obra de Parra sea merecedora, al menos, del beneficio de la duda.
El Hombre Imaginario
El hombre imaginario
vive en una mansión imaginaria
rodeada de árboles imaginarios
a la orilla de un río imaginario
De los muros que son imaginarios
penden antiguos cuadros imaginarios
irreparables grietas imaginarias
que representan hechos imaginarios
ocurridos en mundos imaginarios
en lugares y tiempos imaginarios
Todas las tardes tardes imaginarias
sube las escaleras imaginarias
y se asoma al balcón imaginario
a mirar el paisaje imaginario
que consiste en un valle imaginario
circundado de cerros imaginarios
Sombras imaginarias
vienen por el camino imaginario
entonando canciones imaginarias
a la muerte del sol imaginario
Y en las noches de luna imaginaria
sueña con la mujer imaginaria
que le brindó su amor imaginario
vuelve a sentir ese mismo dolor
ese mismo placer imaginario
y vuelve a palpitar
el corazón del hombre imaginario.
Vemos aquí cómo un recurso casi burdo en su simpleza, en la mano del genio, puede arrastrar al lector hacia donde no sospecha, y lo hace sin pactar con lo evidente. Este poema es, de alguna forma, la encarnación de la posibilidad de alcanzar lo profundo de mano de lo terrenal. Cada “imaginario” es un escalón hacia el corazón de aquel hombre imaginario, un paso más hacia una profundidad que solo se detiene en el dolor (única palabra desprovista del (imaginario) adjetivo).
Es verdad, durante su carrera Parra caerá muchas veces donde otros antes cayeron; en la repetición de sí mismo y en el abuso de fórmulas que, para algunos, lo convirtieron en una suerte de caricatura de lo irreflexivo. Bastante culpa tuvieron seguidores que más parecían irracionales porristas, y que elevaron a la categoría de obras maestras frases o artefactos que en realidad solo escondían un sutil ingenio.
Con todo, la puerta que abrió Parra no volvió a cerrarse y eso basta para no olvidar su aporte a un universo donde los de su estirpe arrastran de por vida la categoría de poetas menores.
Ganador del Cervantes y eterno candidato al Nobel, Nicanor Parra llegó a equilibrar la balanza entre los puristas y los que se ríen del purismo, entre los santos y los sacrílegos, entre los pequeños dioses y los Cristos de Elqui.
Por Felipe Foncea
Para quienes rondamos el mundo de la literatura la frase “el Ulises de Joyce” arrastra muchas cosas, entre ellas, la pretensión y la vanidad. Y es que decir Ulises es decir complejidad e intelectualismo; el fruto prohibido que solo es digno para unos pocos.
Es por eso que, si alguien pretende parecer más culto e inteligente, usar al Ulises como escudo (o como lanza) es irse a la segura.
Ante ello, lo primero que podemos brindar es una recomendación: desconfíe.
Eso porque en realidad son muy pocos los que han leído, de principio a fin, el Ulises, muchos menos aquellos que lo han comprendido. Así las cosas, un contraataque efectivo ante la pretenciosa frase es indagar acerca de detalles en sus páginas y notará que el agresor se encontrará rápidamente sin saber qué decir.
Desde luego hay quienes lo han leído, e incluso hay quienes lo han comprendido, pero de ellos no hay que preocuparse porque, en su asombro, jamás usarán el libro en contra de nadie, muy por el contrario, lo guardarán para sí mismos como un regalo secreto, o como un castigo cuyo peso cargarán de por vida.
¿Qué es el Ulises?
El Ulises, o Ulysses en su versión original, es un libro. Un libro publicado en 1922 por el escritor irlandés James Joyce. Un libro que narra lo que sucede en Dublín el 22 de junio de 1904, un día cualquiera en la vida de su protagonista; Leopold Bloom.
Hasta aquí no parece haber ningún problema, pero lo hay.
El problema es que, en su afán por narrar los detalles de aquel día, James Joyce se sumerge allí donde nadie se había sumergido, o al menos nadie que hubiese retornado con relativo éxito a la superficie.
En su intento, en el que Joyce tarda diez años, el lenguaje parece alcanzar sus límites en cuanto a su capacidad para describir lo que parecen momentos y conversaciones comunes. Y es que no se trata solo de la minuciosa descripción de escenas, sino que en ellas se mezclan, sin previo aviso, las cavilaciones del espectador o protagonista de dicha escena. Así, por ejemplo, un joven profesor pregunta algo a uno de sus alumnos, de la respuesta del alumno (y de su cara y de voz y de su sombra) emergen recuerdos o ideas que llevan al profesor a otras ciudades, a otras frases y a otras literaturas, las que a su vez se cruza con otros recuerdos, banales o profundamente filosóficos, con otros tiempos y otras preguntas.
Eso, que puede parecer una complejidad excesiva e innecesaria es, en realidad, el curso natural de nuestro pensamiento, y quienes lo hemos leído terminamos por comprender que cualquier descripción que carezca de tales detalles es, en realidad, una descripción fallida, incompleta, superficial.
Joyce renuncia a pactar con esa superficialidad gracias a la que podemos entendernos, tal vez preguntándose si, al dejar tantas cosas fuera, ¿nos entendemos realmente?
Y las páginas se suman y Joyce insiste en esa búsqueda de la verdadera descripción, de la narración última que no deja nada afuera, y lo hace con una maestría que crece capítulo a capítulo, cada uno de los cuales ve la luz sobre un estilo distinto al anterior, en otro juego de totalidad que, en ocasiones, roza la perfección.
La roza, pero no la alcanza, porque el Ulises, en su ambición sin límites, fracasa en muchas de sus páginas y el lector, atento o no, se pierde en diatribas que fallan en dar con lo esencial. Tal fracaso nos recuerda que Joyce es un hombre, otro escritor más en océano de la literatura, pero también marca el hecho de que solo tras un intento de la magnitud del Ulises se pueden alcanzar los límites de lo posible.
Inténtalo otra vez. Falla de nuevo. Falla mejor
- Samuel Becket
Y es que, entre el aburrimiento, el hastío y los dolores de cabeza que suelen provocar sus páginas, el Ulises guarda, para quien quiera verlos, algunos de los tesoros más notables de la literatura universal.
Como en aquel capítulo en que describe e hila cada escena mediante una pregunta que la anuncia:
¿Qué caminos paralelos siguieron Bloom y Stephen al volver? ¿De qué deliberó el diunvirato durante su itinerario? ¿Descubrió Bloom factores comunes de semejanza entre sus respectivas reacciones; parecidas y diferentes, ante la experiencia? ¿Eran divergentes sus opiniones en algunos puntos? ¿Hubo un punto en que sus opiniones fueron iguales y negativas? ¿Había discutido Bloom temas semejantes durante preambulaciones nocturnas en el pasado? ¿Qué reflexión referente a la sucesión irregular de las fechas 1884, 1885, 1886, 1888, 1892, 1893, 1904, hizo Bloom hizo Bloom antes de que llegaran a su destino?...
O cuando nos recuerda, mediante frases esparcidas en un azar que no es tal, el verdadero sentido de las cosas que importan:
Es el fantasma, el rey, rey y no rey, y el actor es Shakespeare que ha estudiado a Hamlet todos los años de su vida que no fueron vanidad.
Si Sócrates se marcha hoy de casa encontrará al sabio sentado en el umbral. Si Judas sale esta noche, es hacia Judas hacia donde le llevarán sus pasos.
Todo un símbolo del arte irlandés. El espejo rajado de una sirvienta.
Sal de ellos Stephen, la belleza no está allí.
O aquella simple escena en la cocina del señor Bloom (amante de los órganos interiores de bestias y aves) quien prepara el desayuno entre trastes y olores; a sus pies un gato y su flexible forma negra. Escena que entra por los ojos y la nariz y las manos que sostienen un libro que repentinamente se hace más liviano, más humano.
Con todo, ¿es recomendable leer al Ulises?
La respuesta natural sería: ¡por supuesto! Sin embargo, no es posible hacerla sin antes una advertencia, advertencia que en ocasiones crece hasta convertirse en un no, al menos temporal.
Y no se trata de ser condescendiente con el lector interesado en el desafío. Es una advertencia sincera, y es que lo natural es que un libro no se transforme en un desafío intelectual o en un reto a la atención. Lo normal, lo respetable e incluso lo deseable es que la lectura sea un momento de placer, un instante de complicidad entre el autor y el lector que este último se resista a dejar.
El Ulises es otra cosa. Es un laberinto a ser descifrado bajo ciertos estados de ánimo que requiere de una predisposición especial, de un interés particular.
No se trata solo de capacidad intelectual lo que sus páginas demandan, sino de la voluntad (o inevitabilidad) de empatizar con la búsqueda de James Joyce. En esto no se diferencia de otros libros; debe surgir una complicidad, pero en este caso no solo con los protagonistas, sino que también con el autor en el sentido de entender la empresa en la que se ha enfrascado, comprender sus dificultades y sus esperables fallos, para luego celebrar sus notables éxitos.
El Ulises de Joyce es, de cierta forma, un libro más para escritores que para lectores. Esto en el sentido de que quien comparta su oficio sabrá valorar de mejor forma la técnica que condujo a un resultado quizás demasiado complejo, pero que en sí mismo merece el tiempo invertido en sus páginas.
A pesar de esta y otras advertencias la obra ha pasado a ocupar un lugar entre los clásicos, entre los indispensables. Y es un lugar que merece, porque, aunque los lectores del mundo puedan morir felices sin haber leído una sola de sus páginas, lo cierto es que se trata de la obra que mejor representa un aspecto de la literatura, aquel ligado a las posibilidades del lenguaje como simbolización de todo cuanto nos rodea, como medida y espejo de lo que somos.
Por Felipe Foncea
Juan Rulfo, escritor mexicano nacido en 1917, es considerado casi unánimemente como uno de los autores fundamentales de Latino América. Miembro de la generación del 52, fue contemporáneo de los más grandes escritores y poetas del continente. Mientras Rulfo escribía, también lo hacía Cortázar y Borges, Sábato y Donoso, García Marqués, Neruda y Parra. Aun así, solo dos libros bastaron para que se elevara a las mismas alturas de los ya mencionados.
Nicanor Parra, al ser consultado sobre la posibilidad de ganar el premio Nobel, solía responder “si no se lo dieron a Rulfo, no veo por qué me lo van a dar a mí” Esa fascinación por el mexicano es particularmente marcada entre sus pares y otros intelectuales. No es que el público no haya valorado sus obras, pero sin duda hay algo en ellas que seduce especialmente a los que comparten su oficio.
De esta valoración surgieron ensayos, estudios y clases universitarias que lo elevaron apenas un peldaño por debajo de la categoría de mito.
A penas dos libros; El Llano en Llamas (cuentos) y Pedro Páramo (novela). Dos libros en los que Rulfo no pierde el tiempo, pues con una eficiencia que asombra construye no sólo una obra sólida, sino en la que también cabe el misterio, la magia y la desolación.
Su lenguaje es impecable, no por la complejidad, sino por su capacidad para alcanzar lo profundo con palabras comunes y frases que no se extienden una letra más allá de donde la idea lo requiere.
Alejado totalmente de la floritud barroca propia de quienes no saben bien qué decir, Rulfo crea complejas atmósferas con descripciones y diálogos sencillos que entrelazan los caminos de hombres y mujeres simples.
Si García Márquez fue el máximo exponente de aquel realismo mágico en que escenas fantásticas se mezclaban con la cotidianidad de los habitantes de excéntricos pueblos perdidos al interior de Colombia, Rulfo lo fue de algo mucho más sutil y transparente; descampados donde la lluvia se niega a caer, ladridos a lo lejos, personas que avanzan (o retroceden) en silencio, y claro, también hay fantasmas, pero es como si ellos no supieran que han muerto, duda que también ataca a los vivos.
Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros. Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo. Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza.
- Nos Han Dado la Tierra, cuento de El Llano en Llamas
Leer a Rulfo es entrar casi sin darnos cuenta a un estado de ánimo moldeado por la aridez y la soledad, por voces que se confunden con ecos y percepciones que nada se separan de los más distantes recuerdos.
Cómo es que Rulfo lo logra es un misterio que, si domináramos, podríamos reproducir a gusto. Para explicarlo podemos intentar ideas que nunca darán con la verdadera razón, ideas relacionadas a su conocimiento de escenarios similares, a sus vastas lecturas y su extraordinario manejo de la lengua castellana. Pero lo cierto es que hay miles que comparten recorridos similares, pero solo Rulfo es capaz de guiarnos hasta la ciudad de los muertos sin que nos demos cuenta del momento exacto en que atravesamos su umbral.
Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. No dejes de ir a visitarlo -me recomendó-. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte. Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo después que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.
(...)
Después de trastumbar los cerros, bajamos cada vez más. Habíamos dejado el aire caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor sin aire. Todo parecía estar como en espera de algo. -Hace calor aquí -dije. -Sí, y esto no es nada -me contestó el otro-. Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte cuando lleguemos a Comala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija.
- Pedro Páramo, novela
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